Cela: un recuerdo

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Una de las variadas cosas que molestaban a Camilo José Cela de mí era mi acento. Cuando ingresé en la Academia hacía públicas sus opiniones sobre mí levantando su vozarrón a muy poca distancia. “¿Cómo puede estar en la Academia un individuo que no sabe pronunciar la ese al final de las palabras?” En eso el hombre llevaba razón. Lo rodeaban sus halagadores o los que le temían y él mostraba sus amables opiniones sobre mí, que no eran personales, sino generacionales, como ha escrito hoy Elvira en su columna. “En esta Academia había hasta ahora ocho maricones. Con este que acaba de entrar ya son nueve”. “Si ha entrado éste en la Academia, ya puede entrar cualquiera”.

Es curioso que en todos estas descalificaciones se filtre de vez en cuando un desprecio de clase. Unos días después de mi entrada en la Academia, un columnista muy gracioso hizo una broma en la portada de El Mundo, debajo de mi foto: “¿Qué hace un camarero en la Academia?” La gracia era que yo llevaba un frac alquilado – no iba a comprarme uno, para usarlo una sola vez en mi vida- y se ve que se notaba mucho que al ponerme esa prenda me parecía no a los señores, sino a los camareros. Ahí erró el insulto, porque siempre será más honroso parecer un camarero que un especulador. Alfonso Ussía y un crítico supuestamente de izquierdas coincidieron bastante tiempo en la misma broma: llamarme solo “Muñoz”. Les gustaba resaltar así la vulgaridad de mi apellido.

El tiempo pasa, y algunas cosas las pone en su sitio, o al menos las cambia de manera inesperada. En sus últimos tiempos Cela ya era un hombre -al menos visto en la Academia, el único sitio donde yo coincidía a veces con él- enfermo y como demolido. Saltó el escándalo de la acusación de plagio contra él, y un periodista, probablemente esperando que yo aprovechara la ocasión para tomarme una revancha, me puso delante una cámara y un micrófono y me preguntó qué me parecía aquello. Yo le contesté que Cela, como todo el mundo, tenía derecho a la presunción de inocencia, y que puede ser muy dañino para la honrabilidad de cualquiera que se publique a los cuatro vientos como cierto lo que no está demostrado.

Unos días después coincidimos en la Academia. Él solía estar en un extremo de un salón y yo en el otro. Lo vi venir hacia mí, grandón y ya torpe, la cara larga y seria y la gran papada colgando. La gente que había cerca se quedó mirando con extrañeza. Cela se acercó y me tendió la mano. Yo le ofrecí la mía. La suya era enorme. Me dijo, alto y claro: “Quiero agradecerle lo que dijo usted el otro día sobre mí. Y lamento mucho todo lo que haya podido ocurrir entre nosotros”.  Esa fue la última vez que lo vi. Murió a los pocos meses.

Una nota, para el regresado y bienvenido M. Couceiro: yo no pienso que los españoles sean o seamos paletos, ni me burlo de que alguien no hable bien un idioma. Tan solo me parece que si uno tiene un puesto que implica responsabilidades internacionales, una cualificación necesaria es hablar, al menos, inglés. Hay mucha gente española, joven sobre todo, que habla un inglés magnífico: por eso irrita todavía más que esas capacidades se queden sin uso, y que haya tantos puestos públicos que se ocupen no en razón del mérito, sino del enchufe.